Día de Muertos

Por Violeta Becerril 

La celebración de día de muertos en sin duda una de las fiestas que más celebramos los mexicanos, es tan importante que la UNESCO la reconoció como patrimonio cultural inmaterial de la humanidad, definido como “El conjunto de creaciones basadas en la tradición de una comunidad cultural expresada por un grupo”.

La idiosincrasia del mexicano dicta que en la fiesta de todos santos las almas de los familiares y amigos fallecidos regresan a sus hogares a pasar tiempo entre los vivos, a disfrutar de la comida que con esmero les preparan y colocan en la ofrenda que obligadamente debe llevar: flor de cempasúchil o de terciopelo, las hojaldras o el pan de sal, el papel picado, el incienso, las ceras o veladoras, el agua, la sal y el dulce de calavera. La ofrenda es una expresión de amor, nos recuerda que no se llora a los muertos, se les agrada y sin importar los años que pasen siempre se les espera con regocijo.

La relación que desde tiempos prehispánicos los mexicanos tenemos con la muerte es única y especial, desde pequeños nos enseñan a no temerle, por eso la dibujamos y le otorgamos nombres diversos, le cantamos, la desafiamos y aceptamos “el que por su gusto muere, hasta la muerte le sabe”.

Lo escribió en 1950 el gran escritor y diplomático Octavio Paz en su ensayo “Todos santos, día de muertos” en el Laberinto de la soledad “Para el habitante de Nueva York, París o Londres la muerte es una palabra que jamás se pronuncia porque quema los labios. El mexicano en cambio, la frecuenta, la burla, la acaricia, duerme con ella, la festeja, es uno de sus juguetes favoritos y su amor más permanente”.

Para Paz, el mexicano desafía a la muerte por la indiferencia que muestra frente a la vida, la vida y la muerte son inseparables; por eso es tan fácil disfrazarse de ella.

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